Hay una fotografía en la que aparece Alejandra Pizarnik de chiquita junto a otras cinco niñas. Todas miran a la cámara. Todas, menos ella. Sus ojos se dirigen hacia un costado. Quizá sea ésta la imagen que defina con mayor exactitud a nuestra querida poeta: siempre vuelta a un costado, con el deseo de abarcar lo que se esconde detrás de las cosas; saliéndose de la norma y haciendo lo que le daba la gana. Fue sin duda gracias a esa mirada torcida que pudo convertirse en una de las poetas argentinas ineludibles de su generación.
Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, un distrito de la periferia bonaerense. Fue una niña marcada por la extranjería (sus padres eran inmigrantes europeos) a la que todo le daba miedo, una adolescente que intentó escapar de la tristeza a través de la lectura y la escritura, y una joven que buscó sobrevivir apoyándose en las posibilidades de la poesía, deshaciendo el lenguaje para canalizar a través de él sus impulsos más primitivos, en forma de ideas oníricas y surrealistas. Evidentemente, no costaría decidirse por ella si se trata de hablar de la poeta argentina más atormentada y revolucionaria.
Fue una estudiante rara y rebelde, capaz de contradecir los modelos sociales pactados de forma tácita e impuestos de forma rigurosa en las jóvenes de aquellos años cincuenta. A su vez, toda esa rareza que iba cobrando forma en ella la plasmaba en su poesía, en la que se nota una fuerte influencia de la poesía francesa del superrealismo. Además, Alejandra contó con el incentivo intelectual de Juan Jacobo Bajarlía y Julio Cortázar, quienes la ayudaron a encausar todo ese rabioso potencial que portaba. Así fue construyendo obras como «La tierra más ajena», «Árbol de Diana», «La condesa sangrienta» y «La extracción de la piedra de la locura y otros poemas«. Debido a sus lecturas favoritas, en la que se destacan los poetas franceses, Artaud, Baudelaire y Rimbaud, que la llevaron también a componer en esa línea posexistencialista, la han incluido en la lista de poetas malditos.
La obra de Alejandra Pizarnik tiene una particularidad que la vuelve única. Si bien es absolutamente autobiográfica y permite descubrir sus obsesiones, sus deseos, sus complejos con su lesbianismo y lo profundo que había calado en ella la extranjería de sus padres, todos estos elementos se inmiscuyen en su poesía de forma más o menos metafórica, con guiños surrealistas y un lenguaje simbólico atronador. En ella hay alteregos que se pasean a sus anchas, heridas con forma de espinas, piedras que transmutan en rosas, ojos que se rompen de tanto mirar. Podría decirse que, a través de su poesía, Pizarnik se fue buscando, quizá sin hallarse del todo nunca, entrando en esos terrenos cenagosos en los que conviven las manías, el deseo y el sentido común, sin conseguir desprenderse jamás de la discriminación de la infancia, del tartamudeo (lenguaje que no sabe y no sale), y del dolor de ser una apátrida permanente.
Puede que haya sido la valentía la mayor virtud de Pizarnik, la que le permitió poner en palabras poemas profundísimos en los que miserias y dolores de todo tipo se iban abriendo camino. Al leerla nos encontramos con una mujer que sangra, que vive, que sueña; un alma en pena pero con una vitalidad desgarradora que se pasea entre el erotismo y la frustración de la procastinación del deseo, manipulado por las estructuras sociales, y las exigencias heteropatriarcales.
Sin embargo, tanta fuerza no le ayudó a superar los profundos períodos de depresión en los que se atiborraba de pastillas e intentaba huir de sus fantasmas, probablemente los mismos de la infancia. El 25 de septiembre de 1972 se tomó un frasco de Senocal y cerró los ojos para siempre. Tenía 36 años y un libro a mitad de camino («El deseo de la palabra»), entre otros proyectos poéticos y artísticos. Dejó escritas frases como esta:
«La jaula se ha vuelto pájaro
qué haré con el miedo».